miércoles, 27 de julio de 2011

Superarte, una colectiva para el verano

Desperté completamente trastornado en mi extensión de hombre y comprobé que permanecía perplejo en mi ramificación de hombrecillo. Los dos comprendimos oscuramente que nuestra vida carecería en adelante de otro objeto que que no fuera el volver a probar aquel elixir, aquella leche, aquella droga que habían mamado los recién nacidos de la colonia de hombrecillos y cuyos efectos se habían manifestado en nosotros con la misma intensidad que en ellos.
Sentado en el borde de la cama, mientras me calzaba las zapatillas, exploré con los ojos de mi versión diminuta el interior de la mesilla de noche, adonde había regresado tras aquella aventura extenuante, y sentí envidia de ese territorio de mí mismo. Ser grande tenía sus limitaciones, era una mierda. Recuerdo que lo expresé dentro de mi cabeza con esta palabra, "mierda", pese a que no soy dado a la utilización de términos malsonantes. Tal era la nostalgia de lo sucedido mientras dormía.
Tras el desayuno, y después de despedir a mi mujer con un beso a la puerta de casa, me puse a recoger la cocina con la esperanza de que apareciera algún hombrecillo. Necesitaba hablar con ellos, pedirles explicaciones. Pero no ocurrió nada. Quizá una vez cumplido el objetivo de fabricar un doble con mis órganos, habían perdido todo el interés en mí. Me pregunté qué tenía yo para haber sido elegido por aquella curiosa especie y si me habían vigilado desde niño al objeto de comprobar que no perdía las cualidades necesarias para desdoblarme en hombrecillo. Me pregunté también si habría más personas como yo en el mundo y si sería útil encontrarme con ellas, conocerlas.
Por un lado, en lo que tenía de hombre grande, estuve un par de horas preparando unas clases, pues tras pensarlo mucho no me pareció correcto abandonar la facultad a mitad de curso. Por otro, en lo que tenía de hombre pequeño, estuve deambulando por la casa para apreciar cómo eran las habitaciones y los muebles desde esa altura.
Me llamó la atención lo sucio que se encontraba todo. Me ocupaba personalmente de las tareas domésticas, teniéndome por un hombre limpio y ordenado hasta la exageración. De hecho, tras jubilarme había despedido a una asistenta cuya presencia me robaba intimidad. No me molestaba barrer ni fregar ni hacer la cama ni ocuparme de la ropa, tampoco cocinar. Eran, por el contrario, actividades que me relajaban, me ayudaban a pensar y a entrar en contacto conmigo mismo. Cada quince días venía una mujer que se ocupaba de los cristales y ejecutaba una limpieza más minuciosa que la diaria en la cocina y en los cuartos de baño.
Pues bien, desde la perspectiva del hombrecillo, la casa se encontraba sucia, incluso muy sucia. Tenía que evitar, por ejemplo, los bordes de las patas del sofá y de los muebles grandes en general, pues estaban llenos de un polvo antiguo que dificultaba su respiración (y la mía) y en el que se pegaban sus zapatos (que eran los míos). En algunos rincones apartados (detrás de un gran aparador que teníamos en el salón, por ejemplo) descubrimos una telaraña no lo suficientemente grande para constituir un peligro mortal, pero indeseable desde el punto de vista de la higiene. Tomaba nota de todo esto con una versión de mí mientras preparaba las clases con la otra, y no tenía dificultad alguna para simultanear ambas actividades.

                                                    Juan José Millás, Lo que sé de los hombrecillos.

SUPERARTE 2011


Obras de Santi Cervera y de Jorge Barrero.

Gloria Lizano: Formas del amor.

Rachel Fountain Morris: S.T.

Raquel Macías: Niña y mosquito.

Jorge Barrero. Ciudad.


Leto: El mejor amigo del perro.

Julio M Castilla Arocha: Rosita.