domingo, 11 de diciembre de 2011

Un relato para Gastroarte.

GORDO
    Estoy sentada ante un café y unos cigarrillos en casa de mi amiga Rita, y se lo estoy contando.
    He aquí lo que le cuento.
    Es ya tarde, un aburrido miércoles, cuando Herb sienta al hombre gordo en una de mis mesas.
    Este gordo es la persona más gorda que he visto en mi vida, aunque tiene aspecto pulcro y viste con elegancia. Todo en él es grande. Todo lo que mejor recuerdo son sus dedos. Cuando me paro en la mesa contigua a la suya para atender a la pareja de viejos, me fijo ante todo en sus dedos. Parecen tres veces más grandes que los de una persona corriente... dedos largos, gruesos, de aspecto cremoso.
    Estoy atendiendo a mis otras mesas: un grupo de cuatro hombres de negocios, gente muy exigente, otro grupo de cuatro, tres hombres y una mujer, y la pareja de viejos. Leander le ha servido el agua al gordo, y yo le dejo tiempo de sobra para decidirse antes de acercarme.
    Buenas tardes, digo. ¿Le atiendo ya?, digo.
    Rita, era grande. Y quiero decir grande de verdad.
    Buenas tardes, dice. Hola. Sí, dice. Creo que estamos listos para pedir, dice.
    Tiene esa forma de hablar... extraña, ¿sabes a lo que me refiero? Y de cuando en cuando suelta un ligero resoplido.
    Creo que empezaremos por una ensalada César, dice. Y luego una sopa y más pan y mantequilla, si hace el favor. Tomaré las chuletas de cordero,creo, dijo. Y patatas asadas con nata agria. Luego veremos el postre. Muchas gracias, dice, y me devuelve la carta.
    Dios, Rita, aquellos sí que eran dedos...
    Me voy deprisa a la cocina y le entrego la nota a Rudy, que la coge con una mueca. Ya conoces a Rudy. Rudy es así cuando trabaja.
    Al salir de la cocina, Margo, ¿te he hablado de Margo?, ¿la que anda detrás de Rudy? Pues Margo me dice: ¿quién es ese amigo tuyo tan gordo? Es un auténtico fati.


    Bien, pues tiene que ver con eso. Seguro que tiene que ver con eso.
    Le preparo la ensalada César allí mismo, en la mesa, y él sigue con la mirada cada movimiento mío, y mientras me mira va untando trozos de pan con mantequilla y los va dejando a un lado, y soltando resoplidos todo el tiempo. El caso es que estoy tan nerviosa o lo que sea que vuelco su vaso de agua.
    Perdón, lo siento, digo. Pasa siempre cuando se hacen la cosas deprisa. Lo siento mucho, digo. ¿Está usted bien?, digo. Le mando al chico a limpiar esto al instante, digo.
    No es nada, dice él. Está bien, dice, y resopla. No se preocupe, no nos importa, dice. Sonríe y hace un gesto con la mano mientras voy en busca de Leander, y cuando vuelvo a servirle la ensalada veo que el gordo se ha comido todo el pan con mantequilla.
    Al poco, cuando le traigo más pan y mantequilla, se ha acabado la ensalada. ¿Sabes el tamaño de esas ensaladas César?
    Muy amable, dice. El pan está delicioso, dice.
    Gracias, digo.
    Bien, es buenísimo, y no lo decimos por decir. No solemos tener ocasión de comer panes como este, dice.
    ¿De dónde es usted?, le pregunto. No creo haberle visto antes por aquí, digo.
    No es el tipo de persona que se olvida, dice Rita con una risita.
    De Denver, dice.
    Aunque siento curiosidad, no indago más sobre el tema.
    Le traeré la sopa enseguida, señor, digo, y voy a dar los últimos toques a la mesa de los cuatro hombres de negocios, que son gente muy exigente.
    Cuando le sirvo la sopa veo que el pan ha vuelto a desaparecer. Se está metiendo en la boca el último trozo.
    Créame, no tenemos ocasión de comerlo tan bueno muy a menudo, dice. Y resopla. Tendrá que disculparnos, dice.
    Ni lo piense, por favor, digo yo. Me gusta ver a la gente que disfruta comiendo, digo.
    No sé, dice. Supongo que podríamos llamarlo disfrutar. Y resopla. Se pone la servilleta. Luego coge la cuchara.
    ¡Dios, qué gordo es! Dice Leander.
    No puede evitarlo, digo, así que calla la boca.
    Le pongo en la mesa otra cestita de pan y más mantequilla. ¿Qué tal ha estado la sopa?, le pregunto.
    Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia la boca y se da unos golpecitos en la barbilla. ¿Hace calor aquí, o es impresión mía?, dice.
    No, hace calor, digo yo.
    Puede que nos quitemos la chaqueta, dice él.
    Adelante, digo. Lo mejor es ponerse cómodo, digo.
    Cierto, dice, muy cierto, muy pero que muy cierto, dice.
    Pero al rato veo que sigue con la chaqueta puesta.
    Mis mesas de grupo se han vaciado, y también la de la pareja de viejos. Los clientes se van yendo. Para cuando le sirvo al hombre gordo las chuletas de cordero con patatas asadas, y más pan con mantequilla, sólo queda él en el local.
    Le echo montones de nata agria sobre las patatas. Le echo bacon desmenuzado y cebollino sobre la nata. Le traigo más pan y mantequilla.
    ¿Todo bien?, le pregunto.
    Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice, y vuelve a resoplar.
    Disfrute de la cena, digo. Levanto la tapa del azucarero y miro dentro. Él asiente y se queda mirándome hasta que me retiro.
    Ahora sé que yo estaba buscando algo. Pero no sé qué.
    ¿Qué tal va la bola de sebo? Te va a desgastar las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.
    De postre, le digo al hombre gordo, tenemos el Especial Faro Verde, que es un pastel de bizcocho con crema, o tarta de queso o helado de vainilla o sorbete de piña.
    ¿No le estaremos retrasando?, dice, resoplando y con aire preocupado.
    En absoluto, digo. Desde luego que no, digo.Coma tranquilo, digo. Le traeré más café mientras se decide.
    Le seremos sinceros, dice. Y se mueve en su asiento. Nos apetece el Especial, pero creo que también nos tomaremos un helado de vainilla. Con un toque de chocolate líquido, si hace el favor. Ya le dijimos que teníamos apetito, dice.
    Voy a la cocina y le preparo yo mismo el postre, y Rudy dice: Harriet dice que tienes en una mesa a un gordo del circo. ¿Es cierto?
    Rudy ya no lleva el delantal ni el gorro, ya me entiendes.
    Rudy, es gordo, digo, pero eso es todo.
    Rudy se limita a reir.
    Me da la sensación de que a esta chica le gusta el gordo, dice.
    Ya puedes tener cuidado, Rudy, dice Joanne, que acaba de entrar en la cocina.
    Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.
    Pongo el Especial ante el hombre gordo, y un gran helado de vainilla con chocolate líquido a un lado.
    Gracias, dice.
    De nada, digo, y entonces me invade como una sensación.
    Lo crea o no, dice, no hemos comido siempre así.
    Yo, por más que como, no logro engordar, digo. Me gustaría ganar peso, digo.
    No, dice. Nosotros, si pudiéramos elegir, diríamos no. Pero no hay elección.
    Y coge la cuchara y come.
    ¿Qué más?, dice Rita, encendiendo un cigarrillo de mi cajetilla y acercando la silla a la mesa. La cosa se ha puesto interesante, dice.
    Nada más. Eso es todo. Se come el postre, luego se va y Rudy y yo nos vamos a casa.
    Qué tío gordito, dice Rudy, estirándose como suele hacer cuando está cansado. Luego se echa a reír y sigue viendo la tele.
    Pongo a hervir agua para el té y me doy una ducha. Me toco la tripa y me pregunto qué pasaría si tuviese niños y me saliese uno como ese, tan gordo.
    Echo el agua en la tetera, pongo las tazas, el azucarero, el cartón de half and half, y llevo la bandeja a donde Rudy. Como si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: Conocí una vez a un gordo, un par de gordos, gordos de verdad, de chico. Eran unos gorditos rellenos, santo Dios. No recuerdo sus nombres. Gordo, ese era el único nombre que tenía aquel chico. Le llamábamos Gordo, al chico que vivía en la casa de al lado. Era mi vecino. El otro chico gordo vino después. Se llamaba Wobbly. Todo el mundo le llamaba Wobbly menos los profesores. Wobbly y Gordo. Me gustaría tener fotos suyas, dice Rudy.
    No se me ocurre nada que decir, así que tomamos el té y al poco me levanto para ir a la cama. Rudy se levanta también, apaga la televisión, cierra con llave la puerta principal y empieza a desabrocharse los botones.
    Me meto en la cama y me aparto hasta el borde de mi lado y me pongo boca abajo. Pero en seguida, en cuanto apaga la luz y se mete en la cama, Rudy empieza. Me pongo boca arriba y me relajo un poco, aunque es contra mi voluntad. Pero ocurre una cosa, la siguiente: cuando lo tengo encima, de pronto me siento gorda. Me siento terriblemente gorda, tan gorda que Rudy se convierte en algo diminuto que apenas siento encima.
    Curioso lo que me cuentas, dice Rita, pero veo que no sabe qué diablos sacar en limpio.
    Me siento deprimida. Pero no le digo nada a Rita. Ya le he contado bastante.
    Se queda allí sentada, esperando, y sus delicados dedos juegan con el pelo.
    ¿Esperando qué? Me gustaría saberlo.
    Es agosto.
    Mi vida va a cambiar. Lo presiento.
                                                                      Raymond Carver, extraído de '¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?'

sábado, 10 de diciembre de 2011

GASTROARTE, exposición colectiva.


Obras de Leto, 2perro, Santiago Cervera y Rodrigo Vázquez.
 


Obra de Rachel Fountain Morris, Granada.

Camareros, por Víctor Jerez.

Niña con mango, de Raquel Macías.

Al fondo, obra de Amanda Alonso: 'Seré lo que comí'.


Serie 'Poemas Transgénicos', por Alberto C.

Julio M Castilla Arocha, 'Viva San Día al día'.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Ismael Pinteño Visuara: ON PAPER

La función en el Teatro Carlota empezaba a las ocho y proseguía en sesión continua, hasta las dos de la madrugada, aunque el horario de cierre solía experimentar variaciones dependiendo de la afluencia de público y del ánimo de los artistas. Si un espectador llegaba a las ocho, con el mismo boleto podía ver varias veces el show o dormir hasta que el acomodador lo echara ya entrada la madrugada, cosa que solían hacer los campesinos de paso por Santa Teresa que se aburrían en las pensiones o, más comúnmente los chulos de las putas que trabajaban en la calle Mina. los que iban a disfrutar del espectáculo se sentaban por regla general en la platea. los que iban a dormir o a hacer negocios se acomodaban en la galería. Allí las butacas estaban menos desvencijadas que abajo y la iluminación era menor, de hecho la mayor parte del tiempo la galería estaba sumida en una penumbra impenetrable, al menos desde los asientos de platea, rota únicamente cuando el iluminador de algún número bailable hacía jugar de forma más bien caótica los reflectores. Entonces los haces de luz roja, azul y verde iluminaban cuerpos de hombres dormidos, parejas entrelazadas y corros de macrós y ladrones de poca monta comentando las incidencias del atardecer y del anochecer. Abajo, en la platea, el ambiente era radicalmente distinto. La gente iba a divertirse y llegaban buscando los mejores asientos, los más cercanos al escenario, cargados con latas de cerveza y surtidos de sandwiches y mazorcas de maíz que comían, previamente embadurnadas de mantequilla o crema y espolvoreadas de chile o queso, ensartadas con un palito. Aunque el espectáculo era para mayores de dieciséis años no era raro observar parejas que llegaban acompañadas de sus hijos pequeños. Los niños, según el criterio de la taquillera, no eran aún demasiado mayores como para que el show pudiera afectarles en su integridad moral y sus padres, por carecer de niñera, no tenían por qué perderse el milagro de la voz ranchera de Coral Vidal. lo único que se les pedía -a ellos y a sus progenitores- era que no trotaran demasiado por los pasillos mientras se desarrollaban los números artísticos.
   Esa temporada las estrellas eran Coral Vidal y el famoso y viejo mago Alexander. El striptease comunicativo, que fue lo que llevó a Amalfitano al Teatro Carlota, era, en efecto, algo de apariencia nueva, al menos en teoría, fruto de la inventiva del coreógrafo y primo hermano del propietario y empresario del Teatro Carlota. Pero en la práctica no funcionaba, aunque su creador se negaba a admitirlo. Consistía en algo bastante simple. Las striptiseras salían completamente vestidas y provistas, asimismo, de un juego de ropa extra que tras mucho pelear y porfiar embutían encima de la ropa de un voluntario más bien remiso. Luego comenzaban a quitarse sus prendas mientras que el espectador que se había prestado al número era invitado a hacer lo mismo. Esto terminaba cuando las artistas quedaban en cueros y el voluntario por fin lograba deshacerse, con torpeza y en ocasiones con violencia, de sus ridículas túnicas y ropajes.
   Y eso era todo y si no hubiera aparecido súbitamente, casi sin transición y sin presentación ninguna, el famoso mago Alexander, Amalfitano y Castillo se habrían marchado decepcionados. Pero el mago Alexander era otra cosa y hubo algo en su forma de entrar en el escenario, en su forma de moverse y en la manera en que miró a los espectadores de la platea y de la galería (un vistazo de viejo melancólico, pero también un vistazo de viejo con mirada de rayos X que comprendía y aceptaba por igual a los entendidos en los juegos de manos, a las parejas de obreros con niños y a los macrós que lanzaban desesperanzadas estrategias de largo alcance) que hizo que Amalfitano se mantuviera pegado a su butaca.
   Buenos días, dijo el mago Alexander. Buenos días y buenas noches, amable público. De su mano izquierda brotó una luna de papel, de unos treinta centímetros de diámetro, blanca con estrías grises, que comenzó a elevarse, sola, hasta quedar a más de dos metros de su cabeza. Por su acento, Amalfitano comprendió rápidamente que no era mexicano, ni latinoamericano o español. El globo, entonces, explotó en el aire y de su interior cayeron flores blancas, claveles blancos. El público, que parecía conocer al mago Alexander de otras funciones y estimarlo, aplaudió generosamente. Amalfitano también quiso aplaudir, pero entonces las flores se detuvieron en el aire y, tras una breve pausa en la que permanecieron detenidas y temblorosas, se reordenaron formando un círculo de un metro y medio de diámetro alrededor de la cintura del viejo. La cosecha de aplausos fue aún mayor. Y ahora, distinguido y respetable público, vamos a jugar un poquito a las cartas. Sí, el mago era extranjero y de otra lengua, pero de dónde, pensó Amalfitano, y cómo ha venido a parar a esta ciudad perdida siendo tan bueno como es. Tal vez sea texano, pensó.
   El truco de las cartas no era nada espectacular, pero consiguió interesar a Amalfitano de una forma extraña, que ni él mismo comprendía. En el interés había expectación, pero también miedo. El mago Alexander, al principio disertaba desde arriba del escenario, con una baraja que tan pronto estaba en su mano derecha como en su mano izquierda, sobre las virtudes del buen jugador de naipes y sobre los peligros sin cuento que a éstos acechaban. Una baraja, salta a la vista, decía, puede llevar a un honrado trabajador a la ruina, a la indignidad y a la muerte. A las mujeres las lleva a la perdición, ya me entienden, decía guiñando un ojo pero sin perder el aire solemne. Parecía, pensó Amalfitano, un predicador televisivo, pero lo más curioso era que la gente lo escuchaba con interés. Incluso arriba, en la galería, algunos rostros patibularios y soñolientos se asomaban para seguir mejor las evoluciones del mago. Éste se movía, cada vez con mayor decisión, primero sobre el escenario y después por los pasillos dela platea, siempre hablando de las cartas, de la némesis de las cartas, del gran sueño solitario de la baraja, de los mudos y de los charlatanes, con ese acento que no era, definitivamente, texano, mientras los ojos de los espectadores lo seguían en silencio, sin comprender, supuso Amalfitano (él tampoco lo entendía y tal vez no hubiera nada que entender), el sentido de la perorata del viejo. Hasta que de pronto se detuvo en medio de uno de los pasillos y dijo vamos a empezar, ya está bien, no les robo más paciencia, vamos a empezar.
   Lo que sucedió a continuación dejó a Amalfitano boquiabierto. El mago Alexander se acercó a un espectador y le pidió que buscara en el bolsillo de su pantalón. El espectador eso hizo y al salir su mano llevaba una carta. De inmediato el mago instó a otra persona de la misma fila, pero mucho más alejada, que hiciera lo mismo. Otra carta. Y luego otra, en otra fila, y todas las cartas iban formando, coreadas por las voces de los espectadores, una escalera real de corazones. Cuando solo faltaban dos cartas, el mago miró a Amalfitano y le pidió que buscara en su billetera. Está a más de tres metros, pensó Amalfitano, si hay truco debe ser muy bueno. En su billetera, entre una foto de Rosa a los diez años y un papel amarillento y arrugado, encontró la carta. ¿Qué carta es, señor?, dijo el mago mirándolo fijamente y con ese acento tan peculiar que a Amalfitano le costaba tanto identificar. La reina de corazones, dijo Amalfitano. El mago le sonrió como le hubiera hecho su padre. Perfecto, señor, gracias, dijo, y antes de darle la espalda le guiñó un ojo. Era un ojo ni grande ni pequeño, de color marrón con manchas verdes. Luego avanzó un paso seguro, diríase triunfal, hasta la fila en donde dos niños dormían en brazos de sus padres. Tenga el favor de descalzarme a su hijito, dijo. El padre, un tipo flaco y nervudo y de sonrisa amable, descalzó al niño. En el zapato estaba la carta. A Amalfitano se le cayeron las lágrimas y los dedos de Castillo rozaron con delicadeza su mejilla. El rey de corazones, dijo el padre. El mago asintió con la cabeza. Y ahora el zapato de la niñita, dijo. El padre descalzó a la niña y mostró en el aire otra carta, para que todo el mundo la viera. ¿Y qué carta es esa, señor, si es tan atento? El comodín, dijo el padre.


                                                                Roberto Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía.

ON PAPER





domingo, 2 de octubre de 2011

María Álvarez: Animales de tinta.

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
   Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas, la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
   Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

                                                                                                  Julio Cortázar, extraído de Final del juego.          

MARÍA ÁLVAREZ: ANIMAL INKSTINT

Sapo. Tinta sobre papel.

Butterfly. Tinta sobre papel.

Giraffe. Tinta sobre papel.

Medusa. Tinta sobre papel.

miércoles, 27 de julio de 2011

Superarte, una colectiva para el verano

Desperté completamente trastornado en mi extensión de hombre y comprobé que permanecía perplejo en mi ramificación de hombrecillo. Los dos comprendimos oscuramente que nuestra vida carecería en adelante de otro objeto que que no fuera el volver a probar aquel elixir, aquella leche, aquella droga que habían mamado los recién nacidos de la colonia de hombrecillos y cuyos efectos se habían manifestado en nosotros con la misma intensidad que en ellos.
Sentado en el borde de la cama, mientras me calzaba las zapatillas, exploré con los ojos de mi versión diminuta el interior de la mesilla de noche, adonde había regresado tras aquella aventura extenuante, y sentí envidia de ese territorio de mí mismo. Ser grande tenía sus limitaciones, era una mierda. Recuerdo que lo expresé dentro de mi cabeza con esta palabra, "mierda", pese a que no soy dado a la utilización de términos malsonantes. Tal era la nostalgia de lo sucedido mientras dormía.
Tras el desayuno, y después de despedir a mi mujer con un beso a la puerta de casa, me puse a recoger la cocina con la esperanza de que apareciera algún hombrecillo. Necesitaba hablar con ellos, pedirles explicaciones. Pero no ocurrió nada. Quizá una vez cumplido el objetivo de fabricar un doble con mis órganos, habían perdido todo el interés en mí. Me pregunté qué tenía yo para haber sido elegido por aquella curiosa especie y si me habían vigilado desde niño al objeto de comprobar que no perdía las cualidades necesarias para desdoblarme en hombrecillo. Me pregunté también si habría más personas como yo en el mundo y si sería útil encontrarme con ellas, conocerlas.
Por un lado, en lo que tenía de hombre grande, estuve un par de horas preparando unas clases, pues tras pensarlo mucho no me pareció correcto abandonar la facultad a mitad de curso. Por otro, en lo que tenía de hombre pequeño, estuve deambulando por la casa para apreciar cómo eran las habitaciones y los muebles desde esa altura.
Me llamó la atención lo sucio que se encontraba todo. Me ocupaba personalmente de las tareas domésticas, teniéndome por un hombre limpio y ordenado hasta la exageración. De hecho, tras jubilarme había despedido a una asistenta cuya presencia me robaba intimidad. No me molestaba barrer ni fregar ni hacer la cama ni ocuparme de la ropa, tampoco cocinar. Eran, por el contrario, actividades que me relajaban, me ayudaban a pensar y a entrar en contacto conmigo mismo. Cada quince días venía una mujer que se ocupaba de los cristales y ejecutaba una limpieza más minuciosa que la diaria en la cocina y en los cuartos de baño.
Pues bien, desde la perspectiva del hombrecillo, la casa se encontraba sucia, incluso muy sucia. Tenía que evitar, por ejemplo, los bordes de las patas del sofá y de los muebles grandes en general, pues estaban llenos de un polvo antiguo que dificultaba su respiración (y la mía) y en el que se pegaban sus zapatos (que eran los míos). En algunos rincones apartados (detrás de un gran aparador que teníamos en el salón, por ejemplo) descubrimos una telaraña no lo suficientemente grande para constituir un peligro mortal, pero indeseable desde el punto de vista de la higiene. Tomaba nota de todo esto con una versión de mí mientras preparaba las clases con la otra, y no tenía dificultad alguna para simultanear ambas actividades.

                                                    Juan José Millás, Lo que sé de los hombrecillos.

SUPERARTE 2011


Obras de Santi Cervera y de Jorge Barrero.

Gloria Lizano: Formas del amor.

Rachel Fountain Morris: S.T.

Raquel Macías: Niña y mosquito.

Jorge Barrero. Ciudad.


Leto: El mejor amigo del perro.

Julio M Castilla Arocha: Rosita.

sábado, 30 de abril de 2011

"Los máximos de un arte lleno de frescura creativa", un artículo de Bernardo Palomo.

El Arte Contemporáneo, afortunadamente, no se ciñe a estrictos y únicos
postulados; sus leyes se rigen por otros parámetros que abren horizontes
mucho más diáfanos y se adentran en los más puros estamentos que dictan la
emoción. Por eso, la obra de Julio María Castilla Arocha es ajena a 
estructuras
rígidas, a los sistemas representativos al uso, a los habituales esquemas
ilustrativos. Por sus amplios y variados registros compositivos se
desarrollan procesos plásticos que posibilitan márgenes creativos infinitos
donde tienen cabida los más especiales asuntos. Por ellos se adentran
circunstancias que dejan suspenso el relato normal del acontecimiento
representado y asume una nueva potestad en la que lo plástico patrocina su
más absoluta dimensión.

En la obra de Julio María Castilla  Arocha se acondiciona continente y 
contenido en
una experiencia única cuya entidad plástica ejerce su más determinante
función. Elementos de muy dispar naturaleza se aúnan en una conjunción de
formas que posibilitan una obra abierta de contundentes perfiles matéricos y
situaciones estéticas que posibilitan muchas más miradas que las que plantea
la mera realidad presentada. Además, los trabajos de este artista no se
ajustan a las rigurosas e intelectualistas  exigencias que algunos imponen a
lo artístico, sino que ofrecen desenlaces llenos de frescura, de máximos,
incluso de marginalidad ? entendida esta por pasional testimonio de una idea
llevada a sus registros más extremos -, trabajos que amalgaman estilos y
tendencias, que rompen postulados y diluyen las fronteras de un arte que al
que el autor  dota de suprema entidad plástica.

             Las piezas de Julio María Castilla  Arocha se salen de los límites
habituales de un arte con demasiadas ataduras. El artista se posiciona en
esa línea donde lo auténticamente válido es el poder del acto creativo. Sus
obras adoptan aquellas fórmulas que siempre han hecho fortuna en un arte sin
complejo y sin tiempo: cualquier realidad artística, por mínima que esta
fuere, debe presentar los argumentos perfectamente acondicionados en fondo y
forma y portadores de la más absoluta verdad. ¡Aquí lo tienen ustedes!

  Bernardo Palomo.

martes, 19 de abril de 2011

Julio María Castilla Arocha

   -¿Adónde vamos?
   -Al cine -gritó Lisette-, puedes ir al cine. Tu padre te permite ver una película exótica.
   Enrojeció nuevamente de placer y empezó a andar a pasos todavía más rápidos, de modo que mi brazo se alargó y, como si fuera un dragón de papel, remolineaba detrás de ella por el camino hacia la parada del tranvía. El sol se ocultó tras los campos de cereales y me tiñó de rojo, y los cabellos de Lisette ardieron más que nunca. Entonces nos sentamos en el tranvía y yo hice correr el coche arriba y abajo del banco de madera. Una vez dentro del cine -nunca había estado en ninguno-, noté que Lisette me había dejado solo. Me acomodé en la butaca y miré en todas direcciones, pero los numerosos niños de la sala me impedían ir a buscarla y, además, la película empezó casi enseguida, primero con un centelleo confuso, una niebla de la que surgió poco a poco -probablemente el hombre de la cabina de proyección giraba con lentitud sus objetivos- un paisaje, campos de arroz por los que avanzaban unos bueyes conducidos por un muchacho de sombrero  de paja. Más al fondo se veía la torre de una pagoda. La película representaba la vida de este muchacho que, debo decirlo, se parecía tanto a mí, como vi poco después en un primer plano, que lancé una exclamación y los niños de derecha e izquierda se fijaron en mí y me señalaron, cuchicheando, aunque el niño de la película tenía la piel mucho más oscura y los ojos negros. De todos modos, la película era en blanco y negro. El corazón empezó a latirme más de prisa. En el país de pantalla, India o Siam, reinaba la guerra. Monstruos acorazados atacaban detrás del horizonte, destruían imperios y mataban pueblos enteros, pero allí, en los arrozales, reinaba una paz profunda. Nubes en un cielo alto, murmullos de agua, música de flauta de bambú y aquí y allá un vecino que pasaba lejos remando en su barca y saludaba con la mano. El niño y su madre, una mujer grácil con una mancha roja en la frente, dormían en una cabaña de junco sin el padre, quien -solo lo mencionaron una vez, como de paso- vigilaba un puente de ferrocarril en la remota Manchuria u observaba con prismáticos una planicie  por la que el viento levantaba nubes de polvo. Cuando el niño no estaba con los bueyes o con la madre -que no obstante se hallaba siempre cerca de él-, saltaba por los caminos entre los arrozales anegados, buscaba ranas y pulgas de agua y en una ocasión vio al guardabosques, que había atrapado una liebre, sujetarla por las patas y golpearlas contra las piedras del camino. El niño se quedó inmóvil de terror y el guardabosques se rió entre dientes y mostró al niño el cráneo ensangrentado de la liebre. Pero pronto volvió a lucir el sol y el niño vio unas garzas levantando pesadamente el vuelo. Acompañó a su madre por el arrozal, que para él era un mar profundo que le llegaba hasta la barbilla cuando quería sacar lombrices de las plantas. Entre sus piernas nadaban peces. De pronto vio correr a su padre, como si huyera, por el terraplén que conducía a su casa desde el camino, y cuando él llegó a la cabaña de juncos, su padre iba sin uniforme ni sable y estaba encima de su madre, que no estaba desnuda pero que, extrañamente, no se defendía, sino que seguía con los ojos cerrados y la boca abierta todos los movimientos de él, retorciéndose y suspirando, de modo que el niño, y con él todos los niños del cine, no pudieron gritar "¡Papá! ¡Papá!" y aún menos "¡Mamá!", y así, bajaron la mirada y volvieron la cabeza, exactamente igual que la cámara, que ahora -con los suspiros ya muy lejanos- enfocó el suelo, el taparrabos y las sandalias del padre, y luego siguió al muchacho hasta la parte posterior de la cabaña, donde éste cortó nenúfares con la espada de su papá.


Urs Widmer, El sifón azul.
Diseño del cartel: Lucio Gat.

domingo, 6 de marzo de 2011

"PRIMAVERA-PINCELADAS DE ESCULTURA"

Un avión. Ahora, cuando duermo, aparece un avión. Antes eran trenes los que recorrían mis sueños. Mis pesadillas estaban llenas de trenes.
Trenes que llegaban. Trenes que partían. Traían pasajeros. Y luego se alejaban vacíos.
Ahora han desaparecido los trenes. El último se llevó a René.
René fue nuestro vecino. El primer vecino holandés.
Mi mundo estaba dividido en dos partes. Una parte se hallaba entre las montañas de mi país natal. La otra estaba aquí, junto al Ijssel. Nunca quise que fuese de este modo. Pero no tuve elección. La elección se me escapó de las manos.
Vivo en una esquina. A la derecha no hay otras casas. René vivía a la izquierda. La primera vez que lo vi fue en el jardín trasero. Tiempo después este jardín sería casi el único lugar donde lo encontraba. Todos los recuerdos que tengo de él están relacionados con el jardín.
René desapareció con el último tren, pero su jardín existe todavía.

¡Cuándo ocurrió exactamente?
Ya no recuerdo las cosas con mucha precisión. Pero la primera vez que vi a René fue hace unos siete años, en marzo o abril.
Yo era un refugiado y me ofrecieron una casa. Nos acompañó una persona del ayuntamiento. Aunque el camino estaba al otro lado, nos llevó a lo largo del Ijssel, sobre el dique. Quería mostrarnos los alrededores de nuestra futura casa. Entramos en un sendero entre prados, donde había viejas granjas. Llegamos al barrio e inesperadamente nuestro guía se paró ante la puerta de la última casa.

Dejé mi maleta en la sala vacía y fui a mirar por la ventana. Detrás de la casa había un canal. No estaba acostumbrado a esa vista. Ahora tenía ante mí todo lo que nos había mostrado el hombre del ayuntamiento. Los prados verdes. Los tractores. Los almiares de heno cubiertos por un plástico negro. Las vacas que pastaban. El dique que desaparecía a lo lejos, detrás de los árboles. Y la gente que sacaba a pasear a sus perros.
Antes, cuando miraba por la ventana, veía montañas. Quise ir al jardín trasero, pero no supe con qué llave abrir. Me abrió la puerta nuestro guía. La hierba del jardín estaba crecida. Hasta ese momento todavía no había pisado la hierba holandesa.
Miré hacia el jardín de René, mi vecino. Lo primero que llamó mi atención fue su ciruelo. El árbol todavía no tenía frutos, no, pero al poco tiempo, ese verano, vería brillar al sol las ciruelas que colgaban de las ramas con sus colores mágicos, azul, negro y morado.
Unos días más tarde me encontré con René en el jardín. Era alto. Una cabeza más alto que yo. Tenía cuarenta y siete años y el pelo rubio. Yo tenía entonces treinta y tres y el pelo negro.
-¿Hola! -me saludó contento-. Parece que eres mi nuevo vecino.
En el centro de acogida había aprendido algo de neerlandés, pero todavía no podía hablarlo y charlar.
-Sí, sí -dije retrocediendo-. Soy el vecino.
La verja era baja y estaba en mal estado, pero no por ello dejaba de ser una separación. Primero pensé que René vivía solo, pero no era así. De vez en cuando aparecía una jovencita tras la ventana. Una jovencita de quince o diecisiete años.
Hubiera podido construir unas pocas frases:
"¿Quién es la chica que aparece de vez en cuando en la ventana?
"¿Es tu hija?"
"¿Por qué vives solo con tu hija?"
Pero no usé ninguna de esas frases. Yo no tenía nada que ver con su vida.
Pero tanto si mi curiosidad era normal o no, las preguntas no dejaban de surgir.
¿Tenía René esposa?
No lo sabía.
"¿Dónde está tu esposa?", hubiese podido preguntarle.
Pero no estaba bien. Eran preguntas que no se hacían. Se llega a saber todo de los vecinos o simplemente se deduce del entorno. No obstante, para obtener de ese modo respuestas a mis preguntas, los recursos de mi vocabulario eran todavía demasiado reducidos.
Nosotros éramos los recién llegados. Los extranjeros. Aún no nos asimilaban. Tendríamos que esperar largo tiempo antes de conocer los secretos del barrio.


Kader Abdolah: El viaje de las botellas vacías.

Diseño del cartel, Lucio Gat.

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